Me seduce la máscara, la
máscara con que se disfraza el ser. Frecuentemente somos un perfil, una visión
querida de un estar en cada instante en cada circunstancia. Ponemos la mejor de nuestras sonrisas o la inclinación de la cabeza para - según creemos - caer mejor. Me lo sugirió el cambio de año, las
campanadas, las uvas, el champan. Y es que es una necesidad del sujeto el
encubrirse, el aparecer y representar. ¿de donde viene nuestra necesidad de
fabricarnos una máscara, o muchas, según el momento y las circunstancias.
Ciertamente para recibir el uno de enero nos vestimos, nos acicalamos, peinamos la barba o nos ponemos una
corbata roja…
Lo que intento decir es
que cuando el sujeto se embebe de ese cambio…, cuando se ha vestido para
despedir el año, cuando intenta que el nuevo, el año nuevo quiero decir, lo
descubra a él, a su ser… se perciba la dicha y solo intuya una realidad oculta en la realidad del ser.
Cuando el sujeto se embebe en ese yo circunstancial deja de ser persona y alcanza, alcanzamos,
el estadío de personaje. Yo este año no me comí las uvas en cada campanada ; creo que fue mi personaje, el perfil acompañado que intentaba
amar y ser amado. Me estaba inventando a mi mismo…, creyéndome la máscara de
felicidad que debía acompañar a la botella de champan, al crepitar de los
anuncios de la televisión, o a mi imagen deliberadamente feliz reflejada en el
espejo del salón.
Quizás lo trascendente de
esta reflexión es el riesgo mortal de creernos la mascara coyuntural del
festejo y que esta permanezca en el ser. Si es así nos embriagaremos de ambigüedad
y de la superficialidad de un sujeto coyuntural – el de la fiesta - obligado a
manifestarse. Porque si no expresa, si no refleja en el espejo su aceptación
feliz del nuevo año, si no se manifiesta su perfil de dicha, simplemente: no es. Y lo
que es peor: la mascara fuera de tiempo se sentirá sola, absolutamente sola y
abandonada hasta de su yo.
Afortunadamente está
concluyendo la Navidad.
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