Me cuesta Dios; lo pienso
e incluso lo concibo. No lo alcanzo: no lo ha alcanzado nadie y si alguien lo
hiciera dejaría de ser el Transcendente. Él es inalcanzable por naturaleza.
Pero acercarse si es posible. Imagine, lector, una gran águila, un ave excelsa
que surca un cielo sin nubes, un cielo pleno con un sol de justicia de agosto. Piense
que sobre un rastrojal amarillento proyecta nuestra ave su sombra alargada; una
sombra que cae sobre los seres todos que se ocultan entre la paja del
rastrojal.
Algo así es la presencia
de Dios en mi vida; está ausente, alejado, invisible allá en lo alto del cielo
azul de justicia de agosto. Pero su sombra no; su sombra planea sin cesar sobre
el páramo de mi existencia. Lo percibo precisamente en eso: en sus No, en la ansiedad que precipita mi ser
entre Él y su ausencia. Y es que vivir
es errar, deambular ocultándose en el rastrojo cotidiano, en el seno de la paja
muerta que no nos deja de rodear y el recuerdo permanente de un cereal de primavera. La
incertidumbre, el ansia y la soledad están ahí, en los terrones y las rajas
secas del haza en el verano. Un haza que te sostiene y te cobija, a la vez que
permite que la sombra del Transcendente se concrete y avance lentamente,
pausadamente, cobijante, terrorífica y permanente. Él no nos da su ser, pero
nos permite, como la sombra, conocer su no ser…
¿Y el hueco entre el ave
y su sombra?, ¿Cómo la percibe el humano? ¿Cómo nos llega? ¿Cómo se trasmite?.
No lo sé; pienso que cada cual la intuye a su modo. Alguien la niega; no niega
al ave, pues ve su sombra; niega lo inalcanzable a la razón, y le basta. Otros
ven la amenaza, calculan a su modo las distancias, elaboran teorías…, se
equivocan siempre. Los más se arrodillan sin pararse a pensar arropados en el
impulso de la multitud. Algunos intentan la unidad, quieren volar y se
estrellan en la estupidez de un ascenso inútil. Algunos finalmente, los estúpidos,
escupen hacia arriba.
Para mí la distancia entre
el Transcendente y yo se mide en letras, en palabras, en poesía. La palabra
sigue a la sombra como el sol al ocaso. Mi palabra que nace del no ser y se
afana en la sombra del Transcendente. Estás ahí le digo: agazapado en la
pequeñez mía que te intuye y te ama, susurrando matices, poniendo tildes a mi
vida toda como el maestro corrige el dictado impuesto al niño. Solo que a mí me
dejas escribir libremente, al tiempo que generas, oh Creador, la percepción de tus
NO y mi propia soledad.
Para mi, el Dios que concibo, es más cercano, más misericordioso respetando siempre el libre albedrío. No impone nada, solo quiere Amor...
ResponderEliminar(soy Isabel)