domingo, 21 de octubre de 2012

¡¡¡ Marruecos, Marruecos ¡¡¡


Marruecos.

 

Erase una vez un jovenzuelo que acababa de sacar sus oposiciones a Profesor de la Universidad de Granada. Impartía por aquel entonces – hace mas de treinta años – Derecho Farmacéutico en la Facultad de Farmacia de Granada y estaba como un ratón encima de un queso. Alto, delgado, espigado, relamido, vanidoso, progresista, europeo y… eso: con la vida por delante.

El caso es que un alumno marroquí fue a su despacho y le transmitió el mensaje de su padre, del padre del alumno quiero decir, capitoste farmacéutico de Tanger, invitando al jovenzuelo a dar una conferencia en su ciudad en un ciclo sobre el futuro de la Farmacia y la Legislación de la Comunidad Europea, a la que España aspiraba entrar. Al jovenzuelo le pagaban  el viaje y la estancia en Marruecos. Un cielo azul maravilloso cubria la ciudad de la Alhambra, las primeras nieves tapizaban de blanco el Mulhacen y el Veleta y el jovenzuelo, que era yo como habrán podido adivinar, hinchó el buche y se extasió ante la perspectiva de su primera conferencia internacional. Era él, se dijo convencido, la persona adecuada, el intelectual preciso, el hombre del mañana que había de conducir la sanidad de los países del Sur hacia el progreso y la Farmacia moderna. Un cielo, como el de Granada, cubrió su cabeza. Y aceptó el encargo lleno de alegría. Un mes de trabajo intenso, la paciencia de la esposa que escuchó cien veces el ensayo de la futura conferencia, un notable alto al alumno marroquí en el primer examen, cien filminas de cuadros, esquemas, y zarandajas; un traje azul marino y una corbata nueva, un lápiz de luz para puntear una hipotética pizarra, el pasaporte, cincuenta mil pesetas para imprevistos, una maleta de piel blanca ( regalo de boda ), la ilusión en el alma y la vanidad en los ojos, fueron mi equipaje de aquel dia.

Pero de Algeciras a Tánger la mar estaba mala y el barco cabeceaba intensamente. Así que me mareé y salí a cubierta a tomar el aire y entrever Africa que estaba allí, inmensa, repleta de leones, de elefantes, de cultura ancestral, del Serengueti y Kilimanjaro, la pirámides de Egipto y el Cabo de Buena Esperanza. Un continente que me habia llamado y me esperaba. El caso es que no se pasó el mareo, saqué mis esquemas de la conferencia – a ver si me aliviaba – y empecé a leer…
 

Todo en uno, yo mismo. No lo pude aguantar… corrí a la barandilla de estribor, abrí la boca y  ¡zas! : una mano a la corbata para no mancharla, otra mano a la barandilla para no ir al agua, los pies inestables, las olas crecidas y… mis apuntes sobre las Directivas Comunitarias al occeano.  ¡Madre del alma!, cayeron como las hojas en otoño meciéndose de izquierda a derecha suavemente, alejándose hacia la popa del trasbordador, tocando la espuma del mar herido por la quilla del barco como se toca la nariz de una novia a la que pretendes besar a continuación, diciéndome adión entre el murmullo del mar y mi angustia suprema que se intentaba imaginar una patera salvífica que aliviara el entuerto. Pero no, mi conferencia había desaparecido en las corrientes del Estrecho.

 
Y no terminó ahí la cosa: los organizadores del evento enviaron a otro alumno  a buscarme al Puerto.  Pero no: el chico esperaba a un viejo barrigodo y con gafas y no me identificó, así que angustiado y solo cogí un taxi y le di la dirección de la sala de conferencias donde tenía que actuar. Aquella era un teatro del que no recuerdo el nombre.  Dese prisa, le dije al taxista, nos queda media hora… Y el Mercedes achacoso del taxista se encaminó al teatro. A unos doscientos metros de la meta una manifestación impedía el paso. ¿Qué pasa?, inquirí… No llegamos. No sé lo que es, respondió el chofer sin inmutarse…, si quiere bajar, quedan cinco minutos a pie…; pues sí, y baje, y saqué la maleta, pagué los dírham pactados y apresuré el paso. Iba despeinado, mojado, asustado, solo, perdido, con los zapatos embarrados y el corazón saltando como el de un adolescente enamorado.

 
De pronto escuché una especie de grito en árabe. La gente enmudeció y la manifestación aquella se detuvo. Una enorme pancarta giro sobre ella misma y se dirigió hacia mí. Me dieron ganas de soltar la maleta y salir corriendo, pero estaba paralizado no sé de qué, mis piernas no respondieron y me quedé allí como un pasmarote esperando que pasaran por encima de mi soledad y mi maleta de piel ( donde guardaba las cincuenta mil pesetas). Lo peor llegó cuando me rodearon, me dieron la mano, golpes en la espalda y hasta un beso. Yo no sabía lo que pasaba.
 

¡¡¡¡ La pancarta tenía escrito mi nombre en árabe y el titulo de la conferencia en letras mas chiquititas. ¡!!!!! . Ah, Marruecos, Marruecos… Bendita tierra que me dio la mano; cultura milenaria que recibió a un jovenzuelo sin papeles; alumnos míos que todavía me escriben y dicen que me añoran y les enseñé a ser ellos mismos… Ah, Marruecos, Marruecos: no te olvidaré nunca.


Creo que mi conferencia en Tánger fue la mejor que he dado jamás porque allí en aquella tribuna, sin yo buscarlo ni saberlo, había desaparecido por unas horas mi soledad. Todavía conservo la pancarta, y la despliego en la Almedina cuando la angustia arrecia; ato un cabo a un ciprés centenario y el otro a la rama de un magnolio; me pongo una toalla en la cabeza a modo de turbante y avanzo hacia la cancela de la entrada con paso abstraído. Carmen, la mujer que me cuida, asegura que soy más raro que un coño verde. Y no es verdad: es que aguardo emocionado una segunda pancarta y un pueblo amigo que me de la mano para afrontar la última conferencia que debo dar: la conferencia de la muerte.

 

 

 

  

 

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