El día de la jura de
bandera llegaba y con él el final del campamento. Seríamos soldados de España
ante miles de familiares que acudirían el sábado para vernos el domingo. Luego
a casa, hasta las prácticas en el cuartel. Desfilarían en la explanada grande
los cuatro batallones, con sus cuatro compañías puestas en fila por orden de
estatura. Eso. Yo era el más largo del cuarto batallón y por lo tanto marcaría
el paso detrás del recluta más bajo de tercero. Lo lógico. Mis dos metros con
veinte años, y tres meses haciendo instrucción como abanderado me hacían levantar
la pierna como el caballo del rejoneador Peralta. ¡Zas, zas, zas!; izquierda,
derecha; izquierda, derecha; izquierda, derecha … un dos tres: y mi bota
reluciente al cielo. Eso decía mi sargento: o la bota al cielo, o el sábado a
limpiar letrinas; y la bota iba al cielo.
Todo estupendo y la gente
llenando la grada. El Capitán General en la tribuna; Usia, el Coronel, a su lado, los comandantes una fila por detrás; la banda, tocando en su sitio; los cuatro batallones formados, cada
compañía engalanada con sus banderas y su pompa y los pelotones en fila: uno
tras otro, aguardando que los reclutas besáramos la bandera. Y pasó el primer
batallón y brillaron los flases de las cámaras de fotos de los familiares; y
pasó el segundo y la emoción crecía, y la rojigualda ondeaba orgullosa sobre
las cabezas de sus hijos. Todavía recuerdo la emoción del momento. Y pasó el
tercero… y me tocó a mí salir a la fila y encarar la bandera. Eché los hombros
hacia atrás, tensé los músculos, subí la barbilla, metí la inexistente tripa de
entonces, aguardé firme que llegara el ultimo recluta del tercer batallón y …
di el paso al frente con el máuser al hombro.
¡Madre del alma!: el recluta que me precedía resulta que era “Medio
Peo”, el chaval mas cachondo del campamento, el soldadito mas redondo y risueño
del mundo, el recluta más chiquitín y campechano de España. Y Medio Peo se percató
de que mi bota le llegaba a la oreja y dio una carrerita para coger distancia y
acercarse a la bandera. Y claro, perdió el paso, trató de recuperarlo mirándome
por el rabillo del ojo hasta que alguien gritó desde la grada:
-
¡¡¡¡ Que lo
pisa !!!
Y se acabaron los flases
de las fotos con los besos al trapo, y la emoción se trasformó en risas, y las cámaras
de la tele de entonces enfocaron mi bota impoluta llegando hasta el cielo, y el mundo entero se concentró en Medio
Peo y la apisonadora sin reflejos que
llevaba detrás; Y es que el reclutilla de delante – mucho más inteligente y rápido
que yo – caracoleaba sin recato hasta que pasó y besó la bandera. Pero el
abanderado que sostenía el mástil de la insignia nacional, nervioso con el
espectáculo, bajó el palo y el trapo para que lo besara Medio Peo, pero no los
subió a tiempo para que pasara yo con el consiguiente beso y … todavía recuerdo
el hostión que me arreó el mástil de la rojigualda. Perdí la gorra, daleé el máuser, y tiré la
bandera. ¡Tierra trágame, trágame, trágame…!.
Ni mi familia ni mi novia
vinieron a la jura, así que ni una sola persona de las cuatro o cinco mil que
presenciaban el desfile estuvo conmigo en aquel trance mientras aplaudían a
Medio Peo que había recuperado la formación y marchaba marcial y redondito y
con su máuser - calada la bayoneta - como una aceituna gordal con su palillo
tieso sobre el plato blanco de la explanada de la instrucción. La gente
lloraba, pero lloraba de risa.
Ay España, España, España…
¡que hostión me pegaste el día de la jura de la bandera!. Creo que aquel día me
sentí solo ante el cachondeo general. Ahora, ya no.
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