Me recuerdo de entonces,
de cuando el rio Genil paseaba Granada entre adelfas y basura. Allí estaba el
aula, y el campo de deportes, y la capilla, y el padre prefecto: en la ribera del Genil. Sobre la pared de la galería
principal había un cuadro de honor, un cuadro con las fotos de los niños más
aplicados, más estudiosos, más ordenados… más inteligentes incluso. Había uno que era el príncipe de estudios.
Ese era el mejor. Y allí estaba yo, mi foto de niño y la mirada de los otros mil
que te llamaban empollón. Eduardo de Teresa, Serrano Muñoz, Serrano Garcia, Paco Mochón, Félix Sánchez…los
empollones de entonces, los príncipes de estudios. Empollones y solos en lo alto del cuadro de honor.
Y no podías saltar sobre
los charcos, ni hablar en clase, ni coger nidos, ni ensuciarte la ropa. No podías
jugar en el recreo porque las pandillas estaban hechas sin empollones, y porque
te sacarían a la pizarra en la clase siguiente. Y acuciaba la soledad.
Cambiabas los problemas de matemáticas por el bocadillo de tortilla que la
madre de Villanueva le hacía a su hijo, o la bola de cristal por la traducción
de francés…; lo cambiabas porque te vendías sin más y … estabas solo.
Luego, a las seis, cuando
sonaba la sirena de la fábrica del gas terminaban las clase y venían a
recogerte en coche. Solo había dos coches recogiendo niños en los años cincuenta: el mío y el de Vázquez,
el de los tejidos. Los demás jugaban a
la lima en la puerta del colegio. Yo no tuve nunca una lima.
Allí, desde 1956 a 1965,
cuatro años de primaria y siete de bachiller, se fue forjando mi soledad. Más
alto, mas fuerte, en el cuadro de honor y solo. Absolutamente solo.
Absolutamente abocado a mi destino. Y el Dios que lo sabía, lo permitió.
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