sábado, 8 de septiembre de 2012

Espera y soledad

Lo esperado, lo que pensamos ha de venir y no llega, lo que ansía el hombre interior que todos llevamos dentro y no acontece, lo que antecede al vacio y desemboca en él, conduce irremediablemente a la soledad. No estás solo en tanto esperas, en tanto intentas alcanzar un algo abstracto que se concreta en el tiempo aquí o allá. Uno está solo cuando alcanza y se da cuenta de que lo alcanzado es el no. Y en ese momento vives a medias al sentirte encerrado en tu propia soledad. Uno se muere un poco cada vez que intenta ser uno mismo.

La muerte, pues, no nos llega de golpe; nos vamos muriendo aún estando vivos, y nos morimos al son del tiempo en que sacamos la cabeza, en que intentamos decir: aquí estoy; estoy aquí y existo. Yo me estoy muriendo en la soledad que produce la incomprensión, la imposibilidad de hablar, la ausencia de alguien que escuche tu historia, es decir: estoy alcanzando la negación del yo. Más aún, me muero porque escuchar la historia – más o menos real para el que escucha – no trasciende y mata la soledad. No. Lo que anhela ese hombre interior al que antes me refería, no es que te miren o te escuchen; eso es baladí. Lo que intentamos para vencer la soledad es que el que mire, vea; y el que escuche comprenda.

Cuando eso no llega, cuando la soledad te aprisiona de tal modo que acabas deseándola, y hacerla tuya, y compartirla con tu yo; cuando es ella la que te entiende y te acaricia y, como la amada al amado, te hace suyo, en ese momento has llegado a esa línea de no retorno que te atrae y te espanta al unísono. En ese instante digo, estás perdido. Estás muerto.

Quizás como último recurso para librarte de la tenaza de la soledad echas mano a la intelectualidad o a la conciencia intima de lo trascendente. Otro dia hablaré de la intelectualidad como rechazo de la muerte. Hoy esbozaré la idea de la conciencia trascendente que todos tenemos, aunque algunos la nieguen.

El Dios que me intuyó y propició que mis padres me engendraran. El Dios que me lanzó a un mundo destartalado y sin entrañas, y “sabía” desde el inicio lo que había de ocurrir. ¿Dónde estaba en ese momento?, por qué me dejó nacer; ¿por qué me dio un ansia de libertad para quitármela al mismo tiempo marcando mi destino?. Por qué me condujo, inevitablemente, hacia la soledad.  Esa omisión del que en teoría me conoce y no actuó pudiendo hacerlo, he de entenderla culpable pues encierra la contradicción de dar el yo y al mismo tiempo negarlo. Y es por eso que la voz distorsionada por la agonía del hombre atenazado por la soledad gritará, seguramente, con las fuerzas todas que le queden un ¡¡¡¡Dios mío!!!. ¿quién soy yo?
 ¿de que me sirve la libertad en soledad? ¿para qué me has dejado nacer y has encadenado mi destino a ella?... Soledad, soledad... será la ultima palabra que salga de mi boca.

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