sábado, 8 de septiembre de 2012

El horror de nacer


La soledad no es un algo que llega cuando eso, estás solo. No; al contrario, el sentimiento que alberga la soledad está desde siempre en cada uno de nosotros y lo vamos  cubriendo día a día con capas de olvido. Capas blancas, tules o gasas del alma, que arrancamos a la vida y colocamos sobre la soledad inicial, la absoluta, la que viene del nacimiento. Pero fíjense que he dicho “el sentimiento que alberga la soledad”, no la soledad misma, que son dos cosas diferentes. El sentimiento está, la soledad es, o mejor deberíamos decir, la soledad llega a ser percibida cuando el sentimiento está.

En el mes de enero le detectaron a la embarazada que no tenia válvulas en el corazón. Que padecía una insuficiencia cardiaca absoluta y que su hijo no nacería, ni ella aguantaría un parto. Y el hijo estaba allí, femándose, intuyendo su muerte y cerrando con ella un futuro soñado. Soñado por el Dios que ya lo conocía, supongo. Pero no estaba solo. Esperaba. Esperaba lo que María Zambrano llama el horror del nacimiento.[1] Dice María Zambrano al respecto: El secreto “ está en nacer sin pasado, sin nada previo a qué referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como debe sentir la aurora las hojas que reciben el rocío, abrir los ojos a la luz sonriendo, bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida ¡Qué hermosura!.  No siendo nada, o apenas nada: ¿por qué no bendecir al universo, al día que avanza?, aceptar el tiempo como un regalo esplendido, un regalo de un Dios que nos sabe, que sabe nuestro secreto, nuestra inanidad y no le importa, que no nos guarda rencor por no ser…”.  

Pero no; la embarazada sin válvulas en el corazón debía morir en julio, y su hijo también, y el día del nacimiento no sería un regalo esplendido del Dios que nos sabe, sino el cumplimiento o el fin del tiempo concedido.  Y ya está: le dieron la extremaunción y se puso a parir… y me parió a mí para que yo no arrastrara la pena de haber matado a mi madre. Y fuimos acumulando olvido añadiendo la gasa de niño pequeño, y el Pelargón que venía de Gibraltar,  y los primeros pasos, y las primeras letras, y los juegos con el tren eléctrico en la mesa camilla. Solo que la soledad ya estaba allí, María Zambrano. El niño “sabía” como llegó a nacer, y no pudo ser libre en ese ser de niño, para vivir  simplemente, para ir adquiriendo pasado que llenase su soledad. Para perder el miedo a alcanzar un no, como llegó a ser el no definitivo de la muerte de la madre sin válvulas en el corazón. Y el niño que era solo percibió el sentimiento de la soledad y se quedó aterido. Y es que aquel niño tenía pasado antes de nacer. Y al final de su vida tendría que abrazar la soledad como destino marcado para él por el Dios que nos sabe.

Quizás, debido a ello, escribió un dia pasados muchos años: 

 

Yo


Yo, que por amor corrí hacia tu historia por cumplir un destino,
y deseché la luz que llevabas prendida...
me sumí en tinieblas sin poder aguardar tu madrugada...

Y  me vi atardecido y sin orgullo: cobarde y  solo,
desván de miedos todos para asirme a la vida,  abrazando  tu recuerdo solamente
Y le pedí al destino que aguardara un instante,
que me otorgara un tiempo, que serenase el alma.
Y cuando pasó el día y adivine tu ausencia,
cuando vuelvió la noche y mojé llorando la almohada,
cuando el sol se hubo ido y me acurrucó el tiempo
supe que me aguardaste sin saberlo...en tu muerte de siempre

[1] Zambrano, María. Delirios y destino- Madrid1989. Reedición Ed. San Cristóbal. Madrid 2012 pág. 28.

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