El hoyo de pan y aceite.
Éramos amigos.
Hace una eternidad llegaba a mi casa a que le dieran la merienda y luego
jugábamos a ser amigos. Sabía subirse a los arboles, llegar hasta los nidos,
pisar los charcos en los días de lluvia y apedrear a los perros pegados. Yo no;
yo no sabía hacer esas cosas. Los nidos no se cogen, los zapatos relucen y
cuando los perros se pegan se mira a otra cosa…; Yo sabía el francés ñoño de mi
institutriz de pacotilla, y él mascullaba el arameo entre el frio o el barro.
Luego se comía el hoyo de pan con aceite y azúcar y se iba a su casa que era
hora de que el señorito hiciera la plana
de redondilla y las cuentas.
Y pasaron más
de cincuenta años.
Cuando llegó al
hospital yo me moría y apenas lo pude reconocer. Estaba calvo, destartalado y
con una mujer alemana enorme... tan vieja como él, o más. Empezó a hablarme de usted desde los pies de
la cama. De pronto abrió una bolsa del Mercadona y sacó una hogaza de pan de
pueblo. Luego una botellita de aceite y una navaja. El azúcar estaba liada en un
papelito.
Toma,
me dijo, me dio un abrazo y se fue. Yo
me quedé en mi niñez sin apedrear a los perros pegados; pero tenía allí, en
mi cama, un hoyo de pan y aceite y un montón de lágrimas.
Esta vez no fui yo quién gritó y esperó la respuesta del eco. No. Fué él, mi amigo, quien vino a mi lecho. Fue él el que supo romper por un instante mi soledad