viernes, 28 de septiembre de 2012

El hoyo de pan y aceite.

El hoyo de pan y aceite.


 

Éramos amigos. Hace una eternidad llegaba a mi casa a que le dieran la merienda y luego jugábamos a ser amigos. Sabía subirse a los arboles, llegar hasta los nidos, pisar los charcos en los días de lluvia y apedrear a los perros pegados. Yo no; yo no sabía hacer esas cosas. Los nidos no se cogen, los zapatos relucen y cuando los perros se pegan se mira a otra cosa…; Yo sabía el francés ñoño de mi institutriz de pacotilla, y él mascullaba el arameo entre el frio o el barro. Luego se comía el hoyo de pan con aceite y azúcar y se iba a su casa que era hora de que el señorito hiciera la plana de redondilla y las cuentas.
Y pasaron más de cincuenta años.
Cuando llegó al hospital yo me moría y apenas lo pude reconocer. Estaba calvo, destartalado y con una mujer alemana enorme... tan vieja como él, o más. Empezó a hablarme de usted desde los pies de la cama. De pronto abrió una bolsa del Mercadona y sacó una hogaza de pan de pueblo. Luego una botellita de aceite y una navaja. El azúcar estaba liada en un papelito.
Toma, me dijo, me dio un abrazo y se fue. Yo me quedé en mi niñez sin apedrear a los perros pegados; pero tenía allí, en mi cama, un hoyo de pan y aceite y un montón de lágrimas. 
 
Esta vez no fui yo quién gritó y esperó la respuesta del eco. No.  Fué él, mi amigo, quien vino a mi lecho. Fue él el que supo romper por un instante mi soledad

martes, 25 de septiembre de 2012

EL COÑO VERDE

Este blog ha perdido su configuración. Me permite escribir en la entrada, pero luego, al publicar, deja el titulo y las palabras no aparecen. Pido ayuda en el Face y un amigo me aconseja que cambie el titulo del Blog. Que le ponga Alegria y Compañia... De acuerdo: cambio el nombre y nada: la página en blanco. Tecleo por aquí y por allá, cambio de diseño... y zas aparece la entrada. Lo malo es que no sale la pagina principal, no puedo añadir más entradas y , lo peor, me siento torpe, torpisimo. Le he pegado una patada al ordenador y ... bueno: Carmen, la mujer que me cuida, me ha llamado bruto. Le he dicho que un ilustrisima bruto es, mas que una conclusión, una consecuencia. Me ha mirado con la sensación de estar viendo a un extraterrestre y ha añadido: es usted más raro que un perro verde. Me he levantado de mi sillón con solemnidad; he cogido un rotulador verde y le he pintado a Tobi un mechoncito en la oreja. Carmen me ha mirado ahora con estupor: se ha dado media vuelta y ha salido del despacho. Estoy pensando que lo del perro verde lo habia oído antes pero no con perro sino con coño: ¡Es usted más raro que un coño verde!, es lo que Carmen ha querido decir y no se ha atrevido. Debo investigar: investigo; me voy al pueblo; entro en casa de la depiladora... Oiga usted, Josefa, le digo: ¿Ha teñido o ha visto usted algún coño verde?. No encuentro adjetivo para definir la mirada de Josefa; ¿está usted bien, D. Felix?... ¿yo?, contesto; y me doy cuenta del ridiculo que estoy haciendo delante de Josefa. ¿Yo?, repito... No, no: no pasa nada, es que no  sé lo que estaba pensando. Ya...., contesta Josefa. Y me he vuelto a la Almedina sin saber bien lo que soy. Una pena, José María; Una pena Pilar Tejero. Eso: mas raro que un coño verde. No me extraña que no me responda el eco...

viernes, 21 de septiembre de 2012

La soledad y tu silencio



La soledad habita en el silencio cuando se trata de la soledad absoluta; y  esta, la soledad absoluta, es la única que acepta conceptualmente María Zambrano. Para la filósofa, la soledad absoluta se constituye como meta prácticamente inalcanzable. Aunque eso sí: en sus ultimos estadíos la soledad abraza al silencio de tal forma, con tanta intensidad, que ambos - soledad y silencio - se funden en un todo indisoluble.
Lo que intento decir esta tarde es que si bien la soledad absoluta puede ser una quimera, o la vereda por la que camina el miedo, el silencio, no. El silencio es otra cosa. Personalmente  creo que el silencio es perceptible aquí y ahora como algo más próximo y mundano. ¿Pero que es el silencio?, ¿el silencio es la ausencia de ruido?...; no, no: no me refiero al silencio como fenómeno fisiológico que anula en el cerebro los impulsos que envia el oído. El silencio es mucho más; el silencio acontece sin ruido en la mayoría de las ocasiones; el silencio puede darse con el mayor de los estruendos y a veces, incluso, necesita del ruido, ruido esperado, para existir. El silencio no es el no oír, el silencio es no obtener respuesta, que no es lo mismo.

El silencio se parece más al eco que a cualquier otra cosa. El eco necesita un grito previo, una llamada anterior, y sobre todo existe porque se esperara respuesta. El eco necesita también una montaña, un horizonte lejano, una disposición previa a la llamada, un espíritu de presencia que acaricia al llamante. ¡Eco, ecoo, ecoooo!. Y esperas. Y algo misterioso sucede en la espera; se abre en unos segundos tan solo un palpitar esperanzado, una respuesta deseada. Cuando nadie te contesta, cuando la brisa apartó las ondas, cuando no hay respuesta, acontece la soledad. Has alcanzado el NO. Y cuando  percibes que has alcanzado el No, te inunda el alma una sensación lacerante dificil de expresar.  Algo así he intentado plasmar en el poema que va debajo. No sé si me han entendido mis lectores. Quizás solo lo entienda el que haya conocido la soledad.


Llegó el silencio al alma:

se hizo alma, esencia de alma, yugo;

silencio que ya es cárcel, y soga, y lejanía;

ausencia de esperanza amalgamada

a tus ojos y al recuerdo tuyo.

Silencio carcelero de nostalgias,

ahogando campanas perdidas y alejadas.

Ha llegado el silencio en el estío;

se ha aferrado a tu ausencia y a la tarde;

a noches sin murmullos y trigos sin espiga.

Ha llegado el silencio a cobijarse

en el último brote de esperanza.

 

domingo, 16 de septiembre de 2012

El pergamino


Una multitud inició la marcha; Llevaban comida, y agua,  y mochilas moradas o amarillas; la iniciaron a paso vivo, sin saber bien a donde iban, ni lo largo del camino, ni la cuesta del Norte, ni las horas llegadas a sus pies. En el primer cruce, la mitad se fue hacia la derecha; la otra mitad, a la izquierda. Los de las mochilas moradas se quedaron parados, y nosotros con ellos y acampamos.

Al día siguiente reiniciamos la marcha hasta el segundo cruce. El cincuenta por ciento se pusieron un toto anaranjado y tomaron la izquierda. Los demás tomamos la derecha. Recorrimos diez leguas y acampamos.

Al tercer día, ya de salida, muchos se pusieron un toto rosa y aguardaron; los que quedaron llegamos hasta un nuevo cruce. Todos se fueron a la derecha menos tú y yo. Entonces saqué de mi bolsa el pergamino crema; viejo pergamino que me dio mi padre, y lo miramos sentados en el ribazo aquel. Era mi pergamino y caminamos. Y subimos a lo alto de una montaña enorme, con el frio en los huesos y la piel ardiendo en tus senderos. Busqué un refugio y te tendí la mano y volaron hacia ti una multitud de duendes: sin mochilas, sin totos, sin pasado. Estamos solos, te dije aquella noche.

Al llegar la cuarta noche te dije: compartamos la soledad, la tuya y la mía… y no estaremos solos nunca más. Sí, me contestaste: cojamos cada cual su mochila y marchemos a un mundo nuestro, exclusivamente nuestro, un mundo anhelado, a un mundo nuevo donde solo habiten los duendes que nos siguen… y las mariposas de las entrañas, y el amor tuyo y el amor mío. Y acunamos la vida mientras la lluvia fecundaba el campo.

Tengo aquí el pergamino, el pergamino de mi historia, el deber aceptado y adquirido…te dije al quinto día; debo bajar, dame un tiempo. Ella me llama, me llama, me llama… lo dice el pergamino.

“Palabras de agua atravesando el portal de aquella noche insomne, abrazos que resbalan por tu piel sin dejar huella, abrazos fríos en las cálidas distancias. Abrazos... besos amables escritos sin tinta, pintados en el aire por tu voz amada, besos quemados en un instante... Letras de humo bailando alrededor de mi sombra, caricias huecas perdiendo vida... Sábanas de seda incapaces de dar calor a un amor vacío, besos que jugaron a ser únicos y solo fueron ecos de olvido...”

Y bajé la montaña. Y dejó de llover; desde abril no llovió a llover, no suenan los cristales como aquella noche; ni suenan tus besos en mi boca. Ha dejado de llover y mi voz amada se confunde con palabras de humo, con esperas sin tiempo y llamadas sin voz. Y acudió la soledad de nuevo; la soledad absoluta y fría que aquel hombre intuyo que podía quedar atrás en la montaña. La soledad intensa y renovada que lo envolvió de nuevo al alcanzar un NO.

Y aquel hombre solo y aterido volvió la cabeza hacia la amada y gritó con todas sus fuerzas: ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ lo dice el pergamino ¡!!!!!!!!!!!!!!!!!. Pero nadie, ni aún los que lo escucharon, entendieron su grito. Solo lo entendió la soledad.

 

domingo, 9 de septiembre de 2012

Soledad forjada en el cuadro de honor.


Me recuerdo de entonces, de cuando el rio Genil paseaba Granada entre adelfas y basura. Allí estaba el aula, y el campo de deportes, y la capilla, y el padre prefecto:  en la ribera del Genil. Sobre la pared de la galería principal había un cuadro de honor, un cuadro con las fotos de los niños más aplicados, más estudiosos, más ordenados… más inteligentes incluso.  Había uno que era el príncipe de estudios. Ese era el mejor. Y allí estaba yo, mi foto de niño y la mirada de los otros mil que te llamaban empollón. Eduardo de Teresa, Serrano Muñoz, Serrano Garcia, Paco Mochón,  Félix Sánchez…los empollones de entonces, los príncipes de estudios. Empollones y solos en lo alto del cuadro de honor.

Y no podías saltar sobre los charcos, ni hablar en clase, ni coger nidos, ni ensuciarte la ropa. No podías jugar en el recreo porque las pandillas estaban hechas sin empollones, y porque te sacarían a la pizarra en la clase siguiente. Y acuciaba la soledad. Cambiabas los problemas de matemáticas por el bocadillo de tortilla que la madre de Villanueva le hacía a su hijo, o la bola de cristal por la traducción de francés…; lo cambiabas porque te vendías sin más y … estabas solo.

Luego, a las seis, cuando sonaba la sirena de la fábrica del gas terminaban las clase y venían a recogerte en coche. Solo había dos coches recogiendo niños en los años cincuenta: el mío y el de Vázquez, el de los tejidos. Los demás  jugaban a la lima en la puerta del colegio. Yo no tuve nunca una lima.

Allí, desde 1956 a 1965, cuatro años de primaria y siete de bachiller, se fue forjando mi soledad.   Más alto, mas fuerte, en el cuadro de honor y solo. Absolutamente solo. Absolutamente abocado a mi destino. Y el Dios que lo sabía, lo permitió.

Soledad y Universidad


La actividad académica mal concebida produce soledad. Un hombre libre no cabe en la actual estructura de la Universidad, al menos la española. Habita en ella, incluso la ama, pero va cediendo día a día girones de su yo en aras de una ínsula Barataria.  Surgen en ese ambiente dos perfiles distintos, y opuestos, de profesor universitario: el pavo ampuloso que llega a creerse su yo inflado,  y el huraño, a veces mezquino, que acarrea definitivamente su soledad. Cierto que hay personas – compañeros nobles y desinteresados de los que he conocido muchos – que logran quedar al margen de la vorágine sicológica que azota al profesor universitario. Los hay que llegan a maestros, otros  no; otros deambulan por los pasillos de las Facultades mil que abarrotan las Universidades, o por los pasillos de su propia alma; raramente se sientan en un banco a preguntarse lo que son, o lo que hacen allí; simplemente van por su sueldo. Finalmente los hay que están, e investigan, y dan clases y se mueven con cierta soltura sin llegar a ser, a fusionarse quiero decir, parte de esa actividad académica mal concebida que decía antes. Estos últimos son, y me incluyo entre ellos, los profesores que han luchado por mantener su independencia y su libertad.  Yo he pasado así cuarenta años de mi vida.

Quizás al final, cuando los años y los avatares todos crees que te han derrotado, cuando la soledad arrecia, y te hace suyo, y sientes el frio intenso de sus besos, percibes el ansia, la necesidad de salir, de expresarte, de ser. No ya libre, no; es algo más, es la necesidad de permanecer un tiempo en el zaguán del olvido. Y escribes cuentos, y te apuntas al Face, e intuyes amigos imaginarios mil que pueblan las redes sociales. Pero la soledad está ahí, sigue ahí, la contemplas cada tarde y reposas la cabeza canosa en su regazo esperando que llegue la noche.
Hoy me gustaría poder dejar de ser Doctor, y abogado y miembro de no sé cuantas asociaciones y sociedades y grupos. Preferiria tener por curriculum la palabra "espera" y desde esa verdad, como dice Maria Zambrano, ser pobre; no pretender que nada nos cubra de esplendor, ni aparecer de ninguna manera ante nadie, apreciar solo lo necesario sin darle importancia, ir rectamente hacia el corazón de las cosas; tratar al prójimo sin temor, ni vanidad, porque ya lo habia visto; era eso: el projimo sin más, el hermano.

Desde hoy renuncio a todo titulo, a toda vanidad. Mi Universidad es el pueblo, la gente sencilla que va por ahí, por la calle, con la dicha enorme de no tenerse que hacer cuando lleguen a casa el montón de preguntas que a mí me acuden. Ellos, quizás, no estén solos.

Y es que uno, de vez en cuando, al verse en los brazos de la soledad, piensa que se está volviendo loco.

sábado, 8 de septiembre de 2012

El horror de nacer


La soledad no es un algo que llega cuando eso, estás solo. No; al contrario, el sentimiento que alberga la soledad está desde siempre en cada uno de nosotros y lo vamos  cubriendo día a día con capas de olvido. Capas blancas, tules o gasas del alma, que arrancamos a la vida y colocamos sobre la soledad inicial, la absoluta, la que viene del nacimiento. Pero fíjense que he dicho “el sentimiento que alberga la soledad”, no la soledad misma, que son dos cosas diferentes. El sentimiento está, la soledad es, o mejor deberíamos decir, la soledad llega a ser percibida cuando el sentimiento está.

En el mes de enero le detectaron a la embarazada que no tenia válvulas en el corazón. Que padecía una insuficiencia cardiaca absoluta y que su hijo no nacería, ni ella aguantaría un parto. Y el hijo estaba allí, femándose, intuyendo su muerte y cerrando con ella un futuro soñado. Soñado por el Dios que ya lo conocía, supongo. Pero no estaba solo. Esperaba. Esperaba lo que María Zambrano llama el horror del nacimiento.[1] Dice María Zambrano al respecto: El secreto “ está en nacer sin pasado, sin nada previo a qué referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como debe sentir la aurora las hojas que reciben el rocío, abrir los ojos a la luz sonriendo, bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida ¡Qué hermosura!.  No siendo nada, o apenas nada: ¿por qué no bendecir al universo, al día que avanza?, aceptar el tiempo como un regalo esplendido, un regalo de un Dios que nos sabe, que sabe nuestro secreto, nuestra inanidad y no le importa, que no nos guarda rencor por no ser…”.  

Pero no; la embarazada sin válvulas en el corazón debía morir en julio, y su hijo también, y el día del nacimiento no sería un regalo esplendido del Dios que nos sabe, sino el cumplimiento o el fin del tiempo concedido.  Y ya está: le dieron la extremaunción y se puso a parir… y me parió a mí para que yo no arrastrara la pena de haber matado a mi madre. Y fuimos acumulando olvido añadiendo la gasa de niño pequeño, y el Pelargón que venía de Gibraltar,  y los primeros pasos, y las primeras letras, y los juegos con el tren eléctrico en la mesa camilla. Solo que la soledad ya estaba allí, María Zambrano. El niño “sabía” como llegó a nacer, y no pudo ser libre en ese ser de niño, para vivir  simplemente, para ir adquiriendo pasado que llenase su soledad. Para perder el miedo a alcanzar un no, como llegó a ser el no definitivo de la muerte de la madre sin válvulas en el corazón. Y el niño que era solo percibió el sentimiento de la soledad y se quedó aterido. Y es que aquel niño tenía pasado antes de nacer. Y al final de su vida tendría que abrazar la soledad como destino marcado para él por el Dios que nos sabe.

Quizás, debido a ello, escribió un dia pasados muchos años: 

 

Yo


Yo, que por amor corrí hacia tu historia por cumplir un destino,
y deseché la luz que llevabas prendida...
me sumí en tinieblas sin poder aguardar tu madrugada...

Y  me vi atardecido y sin orgullo: cobarde y  solo,
desván de miedos todos para asirme a la vida,  abrazando  tu recuerdo solamente
Y le pedí al destino que aguardara un instante,
que me otorgara un tiempo, que serenase el alma.
Y cuando pasó el día y adivine tu ausencia,
cuando vuelvió la noche y mojé llorando la almohada,
cuando el sol se hubo ido y me acurrucó el tiempo
supe que me aguardaste sin saberlo...en tu muerte de siempre

[1] Zambrano, María. Delirios y destino- Madrid1989. Reedición Ed. San Cristóbal. Madrid 2012 pág. 28.

Espera y soledad

Lo esperado, lo que pensamos ha de venir y no llega, lo que ansía el hombre interior que todos llevamos dentro y no acontece, lo que antecede al vacio y desemboca en él, conduce irremediablemente a la soledad. No estás solo en tanto esperas, en tanto intentas alcanzar un algo abstracto que se concreta en el tiempo aquí o allá. Uno está solo cuando alcanza y se da cuenta de que lo alcanzado es el no. Y en ese momento vives a medias al sentirte encerrado en tu propia soledad. Uno se muere un poco cada vez que intenta ser uno mismo.

La muerte, pues, no nos llega de golpe; nos vamos muriendo aún estando vivos, y nos morimos al son del tiempo en que sacamos la cabeza, en que intentamos decir: aquí estoy; estoy aquí y existo. Yo me estoy muriendo en la soledad que produce la incomprensión, la imposibilidad de hablar, la ausencia de alguien que escuche tu historia, es decir: estoy alcanzando la negación del yo. Más aún, me muero porque escuchar la historia – más o menos real para el que escucha – no trasciende y mata la soledad. No. Lo que anhela ese hombre interior al que antes me refería, no es que te miren o te escuchen; eso es baladí. Lo que intentamos para vencer la soledad es que el que mire, vea; y el que escuche comprenda.

Cuando eso no llega, cuando la soledad te aprisiona de tal modo que acabas deseándola, y hacerla tuya, y compartirla con tu yo; cuando es ella la que te entiende y te acaricia y, como la amada al amado, te hace suyo, en ese momento has llegado a esa línea de no retorno que te atrae y te espanta al unísono. En ese instante digo, estás perdido. Estás muerto.

Quizás como último recurso para librarte de la tenaza de la soledad echas mano a la intelectualidad o a la conciencia intima de lo trascendente. Otro dia hablaré de la intelectualidad como rechazo de la muerte. Hoy esbozaré la idea de la conciencia trascendente que todos tenemos, aunque algunos la nieguen.

El Dios que me intuyó y propició que mis padres me engendraran. El Dios que me lanzó a un mundo destartalado y sin entrañas, y “sabía” desde el inicio lo que había de ocurrir. ¿Dónde estaba en ese momento?, por qué me dejó nacer; ¿por qué me dio un ansia de libertad para quitármela al mismo tiempo marcando mi destino?. Por qué me condujo, inevitablemente, hacia la soledad.  Esa omisión del que en teoría me conoce y no actuó pudiendo hacerlo, he de entenderla culpable pues encierra la contradicción de dar el yo y al mismo tiempo negarlo. Y es por eso que la voz distorsionada por la agonía del hombre atenazado por la soledad gritará, seguramente, con las fuerzas todas que le queden un ¡¡¡¡Dios mío!!!. ¿quién soy yo?
 ¿de que me sirve la libertad en soledad? ¿para qué me has dejado nacer y has encadenado mi destino a ella?... Soledad, soledad... será la ultima palabra que salga de mi boca.